Con Los ojos de Angélica, de Eduardo Reyme, el teatro recupera su poder memorialista, su ética de representación de la historia. El suyo es un teatro que, desde la dimensión espectral de la ficción encarnada en los cuerpos vivos de los intérpretes y la reunión territorial con los espectadores, invoca a los muertos y agita la máquina de la memoria. Un teatro que, como dice Angélica, vuelve a querer “saber de qué color es la verdad”. (Jorge Dubatti).